Las memorias fotográficas de Andy Cherniavsky
Por Mariano Del Mazo
Un padre progre y multidisciplinario que filmaba películas y
producía artistas y que trajo a la Argentina a tocar a Santana; una madre
psicóloga de prestigio y vanguardista muy a gusto pasando temporadas en un
campo nudista en Bahía; un hermano muerto de muy joven en un accidente de auto;
un romance fugaz con Charly García; un amor de nueve años con Andrés Calamaro
y, siempre, la lente. Andy Cherniavsky vio demasiado y su cámara estuvo ahí,
registrando lo sublime y lo ominoso del rock and roll. Desde Luca Prodan
mostrando su costado más vulnerable hasta las hordas desaforadas de The Cure en
Ferro.
El título del libro es elocuente: Acceso directo: Memorias de una fotógrafa del rock argentino en los años 80. También se podría haber titulado Memorias de una sobreviviente.
Andy Cherniavsky se metió en el mundo del rock como por una claraboya. Hay tragedia y azares en ese ingreso. Como colegiala, en el Instituto de Enseñanza Norte de la avenida Santa Fe, conoció a Dani García Moreno, el hermano de Charly. Se pusieron de novios. Ella vivía en un departamento sobre la calle Salguero con su hermano, Ariel.
Escribe Andy: “En 1976 todo cambió con la muerte de mi
hermano. Sola me tomé un avión a Zaragoza para despedirme de Ari, y me quedé
allí unas semanas con mamá. Había empezado Psicología en la Universidad de
Belgrano, y tuve que dejar para viajar al entierro de mi. Seguía mi duelo, y me
acababa de separar de Dani.”
El que ocupó la cama vacante de su hermano muerto en el departamento fue Charly García. Andy frecuentó a la familia durante el noviazgo con Dani. Tenía muy buen vínculo con Carmen, la madre. Un día la llamó por teléfono para pedirle si le podía hacer un lugar “a Carlitos”. “Por supuesto Carmen sabía de la habitación vacía. Charly venía de convivir con María Rosa Yorio en una pensión. Se instaló. No tenía nada: un par de teclados, una guitarra y poca ropa.
¿Cómo fue la convivencia?
- Muy buena. El era reservado, hasta tímido te diría. En esa
época era muy común quedarse hasta tarde a escuchar música. Muy variado. Lo que
escuchaban todos: Floyd, Yes, Genesis, Led Zeppelin y también Joni Mitchell,
Carole King, Procol Harum, Premiata Forneria Marconi. María Rosa Yorio venía
con amigas. Sobre todo con dos, Diana Lía y Patricia. Para mí era importante,
porque podía compartir cosas de mujeres. Había mucho diálogo, poco rollo. Nos
gustaba la ropa de feria americana.
YO ESTUVE AHI
Empezó a sacar fotos en las plazas, como mero pasatiempo y
para ganar un peso, y a los meses ya estaba incursionando profesionalmente en
el arte de la fotografía. Traducía artículos de revistas importadas como
International Photography y Popular Photography. “Esas publicaciones, más un
curso que tomé con un fotógrafo llamado Teófilo Dabbah, fue toda mi formación.
Soy básicamente autodidacta, aprendí con el ensayo y error, experimentando,
pasando horas y horas en el cuarto oscuro. Era todo analógico. Anotaba a cuánto
revelaba los rollos, jugaba, hacía collages con las caras de Charly”.
¿Él seguía en tu casa?
-No, se casó con María Rosa y se fue. Y después le pasaron
un montón de cosas en muy poco tiempo: se separó, conoció a Zoca, nació Miguel,
se disolvió La Máquina de Hacer Pájaros, empezó a juntar dinero para hacer
Serú….
El rock la arropaba como una familia adoptiva. Con su novio
y socio Clota Ponieman anduvieron por Brasil y aguantaron los trapos de los
primeros escarceos de Serú Girán. En Buzios y San Pablo y también aquí, en la
Buenos Aires gris y hostil que no los comprendía. Andy siguió vinculada a la
banda, conoció a Daniel Grinbank y, por ejemplo, eligió la foto de tapa de
Peperina junto a Charly. En un momento que escaseaba el trabajo y que era,
todavía, una olímpica desconocida, García la recomendó a León Gieco para que
hiciera la foto de Pensar en nada. Así, deslizándose entre los capos de un rock
bastante endogámico -por entonces era como un club pequeño en el que todos se
conocían- un angelado día conoció a Los Abuelos de la Nada. La banda incluía a un viejo conocido de La
Máquina, Gustavo Bazterrica en guitarra, y tenían, según describe Andy “a un
bajista alto y flaco, Cachorro López, a Polo Corbella en la batería, y a un
saxofonista muy buen mozo que respondía al nombre de Daniel Melingo. Pero lo
que me quitó el aliento fue el tecladista que en aquel tiempo era casi un
escolar: Andrés Calamaro”.
¿Qué diferencias encontrabas entre Serú Girán y Los Abuelos
de la Nada?
-Eran muy distintos. En Serú había un ambiente de joda,
relajado, de compañerismo. Los Abuelos eran más complejos. Miguel decía que era
una estrella de seis puntas. Había buena onda, pero competían. Cada uno era el
compositor de sus propias canciones, cada uno sabía cómo quería que sonaran sus
propios temas y eso generaba cierto roce cuando otro opinaba.
Cherniavsky transitó los ’80 de la mano de Andrés Calamaro
& amigos. Acceso directo representa en ese sentido un diario de viaje casi
periodístico con aspectos no tan conocidos de los años locos. Desde noches
eternas con Charly en Mau Mau hasta, por ejemplo, una bitácora de la
multiplicación de bandas paralelas. La que trascendió más allá de la anécdota
tal vez fue la Ray Milland Band.
Mientras Andy hacía fotos para diversos medios gráficos –desde la alternativa Periscopio hasta la revista Rock & Pop, del ya omnipresente Grinbank- se deslizaba por ese submundo celebratorio. Llegó a hacer más de trescientas producciones fotográficas para Rock & Pop, tapas de DG discos, festivales, coberturas. Le sacó a todo el rock local. A todo: a las celebrities, a las bandas emergentes y a las del sótano del under. Buenos Aires no dormía y hervía en rock y pop. De artistas de afuera hizo fotos en vivo o de estudio de Sting, Tina Turner, The Cure, Siouxsie and the Banshees, INXS, Gary Burton, Blitz, La Unión, Nina Hagen, Los Paralamas, Hermeto Pascoal, Chick Corea, Ney Matogrosso, The Bolshoi, Pat Metheny, Chico Buarque, Gilberto Gil, The Mission Jezebel, Larry Corryell, Stanley Clarke, Iggy Pop, Weather Report, John Mc Laughlin, Peter Gabriel, Bruce Springsteen, Youssou N’Dour y Tracy Chapman y sigue la lista. Fue su consolidación como una de las mejores fotógrafas argentinas.
¿Le contaste a algunos de los protagonistas del libro que
ibas a escribir esta historia?
-No. La verdad que no. Pero me parece que está todo bien. No
creo tener enemigos, y siempre he sido respetuosa, honesta. Con Charly tengo
una relación muy profunda… Mirá que me ha llegado a gritar “puta puta puta
puta”… Pero me quedo con lo mejor de él. En 2016 hicimos con Hilda Lizarazu y
Nora Lezano la muestra Los ángeles de Charly en el Palais de Glace. Tuve un
reencuentro muy lindo con él. Después de ver las fotos, dijo: “Es como si fuera
una gran bola de espejos y cada espejo, una foto que refleja toda mi locura”.
Fue la primera vez que lo escuché referirse a la locura.
¿Y qué pensás?
- Me pareció brillante.
Algunos pasajes del libro:
Una (otra) infidelidad de Clota me llevó a caer en los
brazos de mi amigo Charly, que a su vez tenía diversos desencuentros con Zoca.
Tenían muchas peleas, y en una de esas huidas de Zoca de la relación —se iba
por largos períodos a Brasil con la intención de separarse y no volver más—
sucedió el encuentro. Sin querer queriendo, mientras era mi paño de lágrimas,
todo nos fue llevando a un romance furtivo. Pero nunca fuimos una pareja.
Había mucho cariño: fue Charly el que me contuvo cuando yo
lloraba por los engaños de su hermano Dani, cuando estaba de novia con él y
Charly vivía en casa. Y ahora me consolaba por los engaños permanentes de
Clota. Yo sentía algo de culpa porque la relación de Charly y Zoca estaba en un
impasse del cual podían volver —en cambio, lo mío con Clota se había marchitado
sin remedio— y mi relación con Zoca era buena. Ella participaba de mis sesiones
“artísticas” en las que fotografiaba a todas mis amigas.
Ellos peleaban por muchas cosas, pero la principal causa de
conflicto tenía que ver con una razón objetiva: Zoca no tenía una actividad
concreta y lo seguía a Charly a todos lados, aburridísima. Él estaba todo el
tiempo creando, componiendo y tocando. En cambio ella había abandonado su grupo
de danza para vivir en Buenos Aires con él, y era lógico que esa situación no
la conformara. Entonces allí había una puja: Zoca se encontraba entre enojada y
enamorada, y Charly estaba ocupado en lo suyo. Siempre le costó hacer lugar
para algo más. A la vez, a Zoca le encantaba toda la escena rockera de Buenos
Aires y a Charly también. Todo eso junto daba por resultado una relación
tumultuosa, se peleaban constantemente, aunque se querían con locura.
Con Charly nos encontrábamos en el hotel Alfar, en Arenales
y Vidt, y nos refugiábamos de nuestras respectivas parejas, que ya no eran
tales. Organizar esos encuentros requería de una logística complicada, porque
yo tenía que bajar de mi departamento a la avenida Cabildo, buscar un teléfono
público y llamar a Charly sin que Clota sospechara, aunque la verdad, después
de haberlo encontrado in fraganti varias veces, ya no me importaba. Tenía
veintidós años y quería ser feliz.
Charly siempre le tuvo fobia al teléfono y no lo atendía o
lo desconectaba para que no le hincharan las pelotas, porque recibía llamados
de todo tipo. Pero en ocasiones, el destino conspiraba para que estuviéramos
juntos, nos topábamos en alguna fiesta o en algún show o estudio de grabación y
arreglábamos así, de improviso, una cita.
Después de siete años con Clota, todo había terminado mal, y
ese día tenía que tomar una decisión. ¿Quería seguir con Charly o quería estar
con Andrés? Había que definir con quién iba a dormir esa noche… y por los
siguientes nueve años.
Como éramos buenos amigos, comencé en la habitación de
Charly porque había joda y estaban todos los músicos. Pero en el medio de todo
el tumulto me agarró un ataque de desesperación al imaginarme a Andrés solo en
una habitación muy chiquita; él sabía o intuía que yo estaba en la habitación
de Charly.
Como Andrés recién comenzaba, le habían dado la pieza más
horrible y me brotó el amor al sentirlo tan desprotegido. Casi no me deja
entrar, tenía una cara de orto monumental, pero desde esa noche no nos
separamos nunca más durante los siguientes nueve años. Volvimos de La Falda y
nos fuimos directamente a vivir juntos a casa.
Tan natural fue todo que Charly no se sorprendió de mi nueva
relación, tal vez porque él había retomado las cosas con Zoca —que había
regresado de Brasil—, o por lo menos lo intentaban. Cuando nos mudamos a la
calle Serrano y Nicaragua, Charly comenzó a visitarnos como siempre y era obvio
que lo nuestro había terminado. Además, entre Charly y Andrés había una
conexión natural, se adoraban y habían trabajado juntos en la grabación del
primer disco de Los Abuelos de la Nada.
Al mismo tiempo, a fines de 1982, forzado por el abrupto
final de Serú Girán, Charly García sacó su primer disco como solista y tuvo un
éxito espectacular. Yendo de la cama al living era una pequeña maravilla y se
planeaba algo impactante para presentarlo: un show en Ferro. Una cancha de
fútbol en aquel tiempo era algo que nadie se había animado a encarar dentro del
rock.
Un pequeño detalle: Charly no tenía grupo. O pensábamos que
no tenía, porque su loca cabeza había seleccionado a tres de Los Abuelos para
acompañarlo: Gustavo Bazterrica —una elección natural, ya que habían sido
compañeros en La Máquina de Hacer Pájaros—, Cachorro López y Andrés Calamaro.
Por supuesto, para ellos era un honor que Charly los convocara, pero para
Miguel Abuelo fue una ofensa total, casi un desprecio.
Como dice un viejo proverbio árabe: «La venganza es un plato
que se sirve frío», y Miguel se guardó el malestar hasta el verano. El show de
Charly en Ferro fue un triunfo total y rotundo. El problema es que a Los
Abuelos les estaba yendo bien, pero tres de sus integrantes tenían trabajo con
el artista principal de la compañía de Daniel Grinbank. Ese verano, con todos
Los Abuelos y sus familias, copamos un hotel de Pinamar que se utilizó como
base de operaciones. Desde ahí todas las noches viajamos a los distintos
teatros de la costa donde tocaban los chicos.
Uno de Los Abuelos invitó a una amiga nórdica que se sumó a
la gran familia. Había llevado una planchita de ácidos muy fresca de Europa.
La ingesta de LSD se terminó cuando una noche comprobamos que la sustancia no lograba mermar la legendaria cólera de Miguel. Habíamos ido todos a bailar a Sobremonte, una discoteca que era la mejor de Mar del Plata en aquella época. Y sin decir ni mú, el Abuelo le dio una piña a Charly, con tanta puntería que le pulverizó los anteojos. Fue un escándalo enorme porque nosotros no podíamos entender el porqué. Charly era nuestro amigo, había producido el disco de Los Abuelos: era un «hermano palta». Y por otro lado, en esa época era un poco como Dios, y además lo queríamos muchísimo. Después, cuando Miguel les dio un ultimátum a Bazterrica, Andrés y Cachorro, comprendimos que esa piña se la tenía guardada desde hacía mucho.
En Mar del Plata siempre pasaban cosas fuertes. Me acuerdo
de un show de Charly en el que estaba en el camarín. De repente, vi entrar a
una vedette famosa que, sin darse cuenta de que yo estaba ahí, sin siquiera
decirle «hola» a Charly, se levantó la camiseta y le mostró las tetas. Fue
increíble, el flaco salió del camarín contándole a todos lo que había pasado y
algunos no le creyeron. Pero yo lo vi con mis propios ojos.
Volviendo a la relación de Charly con el Abuelo, no hubo
mayor derramamiento de sangre ni de vidrios y se decretó un empate técnico: los
músicos volvieron a Los Abuelos de la Nada tras completar los shows pendientes
con Charly en Obras, durante marzo de 1983. Tampoco hubo más LSD y la nórdica
desapareció junto con los anteojos de García. Habíamos vivido aquella noche
como si fuera una película de terror en 3-D. Pasamos de la euforia total al
bajón absoluto en lo que demora una piña en llegar a destino. Regresamos a
Pinamar en medio de un clima de espanto.
En casa, con Andrés, cocinábamos, hacíamos asados, recibíamos
a nuestros amigos, estábamos muy enamorados, y la relación continuó así durante
más de nueve años.
Él se armó su propio estudio de grabación casero, que bautizó El Hornero Amable. Muchas noches nos visitaban Charly y otros amigos, y nos íbamos a La Esquina del Sol, nuestro territorio amigo en la esquina de Gurruchaga y Guatemala. Para mí fue el lugar más auténtico de todos. Entre 1983 y 1984 todos los grupos tocaron allí. Charly tocó un día como Giovanni y los de Plástico; David Lebón se presentó como El Ruso y sus Cometas. Y después estuvieron Los Abuelos, La Torre, Soda Stereo, Sumo, Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota, Juan Carlos Baglietto, Fito Páez, Suéter, Los Twist y Fontova, por nombrar solo algunos. Y todos mezclados, también. Realmente fue una época dorada.
Muy muy interesante
ResponderEliminarMuy muy interesante
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